Se les ve en todas partes,
basta saber mirar.

Basta ver sin tropezar
con nuestra propia mente,
repitiendo lo que drena,
lo que falta,
lo que pesa.

Están en la cafetería,
la plaza, en el bordillo de la fuente,
demostrando cada día
que lo pequeño cuenta,
sirve,
porta,
vale…

No es pequeño.

Son esos desconocidos
que te cambian el día.

Te ayudan a comprar el ticket del Metro
y llegas bien al Aeropuerto.

Observan tu pasaporte en la mesa,
te ven salir,
te siguen;
te alcanzan,
tocan tu hombro,
te giras…

Encuentras bendición y sonrisa.

Son esos amigos
que te cambian la vida.

Sienten,
se dan cuenta,
aquí, en este instante,
en la hora de la necesidad.

Como si la bondad
no estuviera nunca ensimismada,
ni tuviera reloj
o geografía…

Guardan confidencias,
celebran éxitos,
no estropean un buen silencio.

Te extienden la mano
cuando te caes
y te ayudan a sacudirte el polvo.

Saben cuando el vendaje va en la rodilla
y cuando va en el corazón.

Dominan el arte de hacerte sentir bien
dando en la tecla,
o conversando de cualquier otra cosa.

Son únicos,
no tienen copia.

Y cada memoria que siembran
es auténtica, singular,
sin copia.

Pensándolo bien…
son iguales en una cosa,
tienen el boli
de la contabilidad sin tinta,
y no quieren otro.

Dos.

Tienen el boli
de la contabilidad sin tinta…
y enamoran.