Somos diferentes. Muy diferentes.
Diferencias generacionales, diferencias culturales, diferencias en la base de nuestra educación por provenir de familias con hábitos y estilos diferentes. Constituciones diferentes que dan lugar a sistemas nerviosos distintos con habilidades, estilo de comunicación, sensibilidad, capacidad física, nivel general de energía diferente. Están las diferencias por habitar un cuerpo físico de uno u otro sexo y las inherentes a la raza a la que se pertenece, así como al país de origen. Tenemos experiencias de vida y preferencias diferentes y aún así, con todo, pese a todo y, muchas veces, gracias a todas esas diferencias, somos capaces de establecer relaciones de amor y respeto duraderas.
¿Qué es lo que nos permite que pese a las enormes diferencias entre nosotros algunas relaciones sean estables?
El factor E, es decir la Empatía. La empatía es la sustancia de la que están hechos los puentes. Los puentes le importan al Creador ya que la de la vida es la historia de haber partido de Él un día – tan lejano como cierto – para regresar a Él y se regresa construyendo puentes. Se regresa deseando regresar, añorando al Padre más de lo que se añora nada de este mundo. Se regresa añorando la paz profunda de saberse unido a la vida más allá de los roles o las circunstancias cambiantes, conquistando esa paz y vislumbrando un nuevo abismo. Se regresa transitando el abismo posterior a la paz ese amor tan vasto que abarca el mundo entero con su grandeza y su miseria, con su belleza y su misterio, con su dolor y las lecciones del dolor. Se regresa amando con ese amor sin medida que tiene brazos de ecuador y sin embargo nos cabe dentro, dentro, en el corazón. Se regresa construyendo puentes, salvando abismos, desandando el camino que nos trajo a la materia y la ilusión de estar separados, tan inherente a ella.
La empatía es una sustancia maravillosa ya que adquiere las cualidades necesarias a cada circunstancia, lugar y tiempo. También las circunstancias lugares y tiempos son diferentes. Muy diferentes.
Hay puentes de madera delicados, leves, tendidos entre dos montañas sobre precipicios que olvidan su fondo. En ocasiones el viento que en la garganta de las montañas canta, se encabrita, y cambia su voz de cielo y roca por la furia de la tormenta, y los azota. Ellos conservan la calma, se dejan mover y columpiándose sobre el vacío sin preocuparse del abismo, dejan que todo se extinga así como comenzó… a su tiempo.
Hay puentes anclados a tierra con raíces de ombú. Gigantes de cemento que miden sus toneladas de mil en mil y se elevan más allá de donde vuelan las cometas. Unen orillas lejanas burlando incluso esos ríos que poseen espíritu de mar. Algunas veces la lluvia arrecia, los afluentes crecen y el cauce los golpea con la fuerza de los doce titanes. Pero sus cimientos, sabiéndose firmes, anclados a la tierra y al cielo, respiran hondo y resisten, se quedan quietos, sólo vibran y siguen respirando, y se articulan de forma imperceptible para así seguir estando inmóviles. Inmóviles como los soldados que hacen su guardia a la puerta del palacio del rey.
La empatía es la sustancia de la que están hechos los puentes, una sustancia maravillosa que adquiere las cualidades necesarias a cada circunstancia, lugar y tiempo. Es en ella y por ella que sabemos ver dónde el otro necesita quedarse inmóvil porque no puede avanzar, porque aún no es su tiempo, porque en ese aspecto su estructura no le concede el movimiento y poniéndonos en su lugar, sintiendo lo que siente, cedemos posiciones. En ocasiones cedemos para luego volverlo a intentar, como con frecuencia nos pasa con los hijos a través de quienes, queriéndolo o no, entramos en el aula de la paciencia. En otras ocasiones, cedemos definitivamente y soltamos, y si sabemos soltar desde el centro nada queda de reproche y ningún cascote golpea el puente. Y cediendo somos como puentes colgantes mecidos por el viento, flexibles como una bailarina, móviles como el picaflor que logra tal velocidad que hace de la quietud su talento.
Es en ella y por ella que sabemos ver dónde el otro necesita moverse porque es su hora de conquistar un espacio mayor, moverse aunque tema lo nuevo, moverse aunque moverse sea alejarse de nosotros. Y sabiéndolo la empatía nos permite acompañar el movimiento y fomentarlo, como el viento que hinchando la vela apoya a la corriente. Es por empatía que la Madre Teresa sintió en su corazón el dolor de los intocables y lo hizo suyo y lo liberó. Por empatía supo lo que Cristo sentía hacia ellos y así identificada con Él sintió lo que el siente: amor. Por empatía encarnó Su mensaje y vió a Cristo en cada moribundo. Por su empatía creció la empatía del mundo, movilizó presidentes y al Papa y nos legó un ejemplo inspirador que nos hace mejores, a todos, todos los días si somos sensibles a la luz. Es por empatía que Nelson Mandela se ganó a sus carceleros inmediatos: Christo Brand y Jack Stewart y luego a los jefes de la prisión: el coronel Badenhorst y el mayor Van Sittert; es por empatía que posteriormente se ganó a los afrikaners de más poder del régimen: Coetsee y Barnard; por empatía logró lo impensable ganarse al mismísimo presidente Botha. Mandela tendió puentes con la sustancia de su propio corazón, y se terminó ganando al pueblo entero de Sud Africa y al mundo.
La empatía es lo contrario a egocentrismo, empatía es amplitud, sensibilidad inteligente, comprensión amorosa. El factor E, la Empatía permite relaciones Estables porque permite relaciones maduras. La empatía genera empatía, no podemos no desear comprender a quien nos comprende. La empatía desarma. La empatía acerca. La empatía nos abre y nos acerca a la otra orilla, no sólo al otro sino a nosotros gracias al otro. Así la empatía tiende puentes.
Si es verdadera, la empatía es también la sustancia del puente que se construye al interior. La tradición tiene un nombre especial para ese puente…Antakarana, el puente del arco iris, el puente que nos conecta al alma, el que construimos con cada virtud que conquistamos, con cada relación en la que amamos, con cada muerte que hace el vacío para un nuevo ser en nosotros, más cercano a nuestro Ser. Esa empatía interior, ese saber lo que sabe el corazón nos permite identificarnos con otros sin diluirnos. Incluirlos sin confundirnos. Escucharlos sin ensordecer a la voz interior.
La empatía es la sustancia de las relaciones maduras, las relaciones maduras son recíprocas. Los puentes requieren dos orillas. Cuando sintiendo lo que precisaba el otro lo dimos, cuando nos dimos y el otro mercantiliza nuestra luz, cuando nos usa, cuando ni nos ve, ni se ve, ni quiere admitir su ceguera, simplemente nos retiramos. Adaptarse indefinidamente es diluirse. Diluirse es anularse.
Algunas personas abusan de los buenos del mundo, no digo ya de los sumisos, sino de los buenos. Si nos ocurre es fácil que pensemos que nos han traicionado y nos cerremos, sin embargo es un error hacerlo. Nadie traiciona a nadie más que a sí mismo. Quien nos usa deberá algún lejano día comprender que no se llega al cielo sin puentes y la sustancia de los puentes es la empatía. Para sentirla es menester sentir abrir el corazón, cuando el corazón tiene murallas la vida mata dos pájaros de un tiro trayendo el dolor necesario para ajustar las deudas y derribar las murallas.
Si la traición no es posible, cerrarse no es necesario.
Si cerrarse no es necesario, no construiremos muros que necesiten ser demolidos.
Si no construimos muros innecesarios, seguiremos construyendo puentes necesarios.
El Creador ama los puentes, sólo hay una cosa que ame aún más…
a los constructores de puentes.
Comentarios recientes